miércoles, 4 de abril de 2018

Everest


Si entras en internet y buscas algo de información sobre el Everest encuentras algunas cosas que seguro que ya sabes. Que es la montaña más alta del mundo, se acerca a los nueve mil metros; que está en el Himalaya y que llegar a la cima está muy lejos de las posibilidades de la gran mayoría de los mortales. Seguro que también sabías que a pesar de su dificultad (que roza lo imposible) es el sueño de muchos. Alpinistas de todo el mundo lo intentan, porque lo que debe verse y sentirse allí arriba es algo único e irrepetible. Incomparable. Así que todos conocemos antes de entrar a internet la grandiosidad del Everest porque es lo que siempre te cuentan, la belleza, la satisfacción de quienes lo logran, la hazaña, el récord, el éxito.

Lo que quizá no sabes y lo que seguramente más te impactará si indagas un poco más (es lo que me pasó a mí) es que el camino hacia la cima está lleno de cadáveres. Literalmente. No es ninguna metáfora. La montaña está llena de cuerpos de personas que lo intentaron pero nunca llegaron. Y están allí porque no sólo es un camino tan duro que muchos nunca llegan, sino que además, ni siquiera pueden ser rescatados. Los dejan ahí, la nieve nunca los cubre del todo, (dicen que quizá porque el color de sus ropas atrae más luz y hace que no cuaje) y todo el que pasa por ahí de camino a la cima, tiene que verlos.

Los utilizan como referencia. Son señales. Algunos tienen nombre y otros no se sabe quiénes son. Sólo puntos en el camino. 

Yo nunca había entendido mucho a esas personas que eligen poner su vida en riesgo por llegar a una cima. Que saben que (seguramente) pueden morir en el intento porque hay lugares en los que la vida es prácticamente imposible. Porque no hay oxígeno, porque no se puede soportar su temperatura. Hay sitios que son inhabitables para nosotros y quizá eso es lo que los hace grandiosos. Nunca lo había entendido, pero el poco razonamiento que podía llegar a encontrar (la sensación de éxito, cumplir un sueño, sentirte invencible) terminó cuando descubrí que todos esos cadáveres están ahí y que si quieres llegar a la cima tienes que verlos, superarlos y dejarlos ahí. Que incluso aunque quedase alguien con un hilo de vida, tendrías que seguir y dejarlo morir ahí porque salvar su vida y la tuya propia sería imposible.

No entiendo cómo ninguna cima, por alta y hermosa que sea, puede mover a alguien más que su propia vida. Cómo alguien no encuentra la suficiente belleza en los lugares perfectamente habitables y tiene que ir a buscarla a otros en los que sabe que probablemente no sobrevivirá. Porque sólo así se siente pleno. Llegando donde otros no llegan, viendo lo que casi nadie nunca podrá ver, respirando donde casi nadie podría respirar. No lo entiendo, o sí. Porque el Everest, a fin de cuentas, es la montaña más alta del mundo así que quizá merezca la pena. Para algunos. Y no sé si es valiente, o más bien cobarde. Si es alcanzar una cima casi inalcanzable, o en realidad es dejarse morir queriendo ser un héroe. 

Luego me he puesto a pensar (y ahora sí, esto ya es una metáfora) si en realidad no nos pasamos la vida intentando escalar un montón de “Everest” personales, tan inalcanzables y tan potencialmente mortales como la propia montaña. Si no nos pasamos la vida empeñándonos en llegar a la cima del corazón de personas que son auténticos “ochomiles”. Porque sí, hay personas (o relaciones, o trabajos, o vidas) que son montañas inhabitables, inaccesibles. Que te dejan sin oxígeno, que te matan de frío. 

Que además, también son un camino lleno de cadáveres que tienes que ver y recordar cada vez que intentas subir. Y lo peor no son los cuerpos de otros que lo intentaron antes que tú; lo peor es que incluso algunos son de ti misma. A veces pasas por el mismo lugar en el que una vez moriste, y te vuelves a ver. Ves dónde te dejaste un cadáver con forma de tu canción preferida, dónde dejaste un cadáver con forma de toda tu ilusión, de tu fe, de tu pasión. Te ves muerta una y otra vez, en cada roca. Y aún así, vuelves a intentarlo. Sigues queriendo llegar a la cima, sigues teniendo ese sueño, y sigues dándole vida aunque te la está quitando una y otra vez. Porque claro, el Everest verdadero mata una vez y se queda con tu cuerpo para siempre, los “Everest” humanizados no. Y la verdad, no sé qué es peor.

Así que creo que no tengo derecho a juzgar a nadie que elija poner su vida en juego si tiene un sueño que vale más que todo lo que deja atrás, si yo, de alguna manera hago lo mismo cada día por algo que ni siquiera es la montaña más alta del mundo. Si yo dejo mi alma, mi energía, mi oxígeno y mi salud en alcanzar una cima que no es ni real. En un sueño que a veces es pesadilla. Y que sé que ni siquiera me va a devolver nunca esas vistas únicas en el mundo. Porque nadie es el Everest, nadie es tan alto y grandioso que merezca tanta pérdida, tanta lucha, tanto sufrimiento.

Y si siento que estoy dejándome la vida en alguien, que me estoy quedando sin oxígeno, pienso en el Everest. Pienso en volver a ver todos mis cadáveres, en los cuerpos que están ahí de referencia, para recordarme dónde me dejé el alma, la ilusión, los sueños, las ganas, la risa, las canciones que me gustaban pero ya no porque me recuerdan a ella, los sitios que compartimos y que ya no quiero visitar… y todas las cosas que he perdido de camino a una cima que nunca voy a alcanzar. Porque hay personas que no tienen cima, no tienen un corazón tan grande y bello como ninguna montaña. Hay personas que son “ochomiles” pero sin recompensa. 

Y si yo no escalaría una montaña que creo que va a matarme ni por la mayor de las recompensas, si elijo quedarme en la belleza de los lugares habitables… no debería tampoco dejarme la vida en Everest humanizados. 

Es absurdo dejarse la piel en una cima que no quiere que la alcances, que nunca te lo va a hacer accesible, que no quiere que la abraces. Es más que suficiente la belleza que hay en las que sí, en las que reducen su pendiente todo lo que pueden, las que se agachan para no ser tan altas que te dejen sin oxígeno, que se regulan la temperatura para que no tengas calor ni frío. Que quieren escalarte también, que valoran las vistas que hay dentro de ti y van a intentarlo. 

Es absurdo morir por alcanzar una cima (aparentemente) pero de alguna manera todos lo hemos hecho alguna vez. Y es entonces cuando me doy cuenta de que a todos, a cada uno de esos alpinistas que no llegaron, a los que sí, a mí y a cualquiera que haya dejado un poco (o mucho) de vida en algo, nos ha movido lo mismo: el amor. En todos o en alguno de sus sentidos.

Y sigue pareciéndome que no merece la pena.


lunes, 2 de abril de 2018

Abril


Abril. Es lo que me queda para ponerle el tic a esas cosas que hacer antes de los treinta.  Y creo que ya no queda tiempo para pisar nuevos países, hacer una maratón ni escribir otro libro. Pero sí queda tiempo suficiente para venerar aquel último abril que me puso delante todo en lo que ya no creía justo antes de los veintinueve. Sí queda el tiempo suficiente para tachar cosas de una lista que realizar, entender o superar antes de los treinta y que sé que tengo que hacerlas por dentro.

A mi lista de deseos que poder tachar antes de los treinta, pero de los de verdad, de los importantes, de los esenciales; quiero añadir algunos este abril. Otros ya los cumplí.

Quiero tachar, por ejemplo, el de tener la convicción absoluta de que nunca fui una más. Que ahora sé que no es necesario tener un nombre para ser muchas cosas, que sin ser nada se pueden tener cosas “nuestras”; un sitio en aquella mesa de aquella cafetería, una palabra que no significa nada para el resto del mundo pero que dos personas siempre les hará reír, y más de una broma absurda que sea como sea, les pertenece. 

Que no siempre quien duerme a tu lado es quien sueña contigo y viceversa. Pero que a veces, coincide y eso es suerte. Y eso lo aprendí en abril. 

Grabarme a fuego que la palabra “domesticar” no la merece cualquiera. Que todo lo que he amado, cada día, noche o segundo, cuenta; pero no siempre merece la pena. Aunque algunas merezcan libros. O eso pensara yo en algún momento.

Que todo lo que se va y desaparece voluntariamente no hay que querer que vuelva y se quede. Hay que dejarlo ir.
Que en algunas vidas dejé mucho más de mí y más de verdad que todo de lo que se llenan. Y que yo debería saber verlo en los demás, también.
Que algunas personas juntas son extraordinarias y separadas solo son corrientes. Otras, simplemente, te obligan a hacerte corriente, a ser menos, a dejar de ser. Esas fuera.
Que siempre hay que tener una caja llena de recuerdos de momentos, cosas y personas que algún día te hicieron feliz, te hicieron crecer y te hicieron mejor. Pero algunas mejor sólo ahí, guardadas en lo alto del armario. Sin abrirlas pero sin quemarlas.

Que no hay nada mejor en la vida que ser agradecida y valorar cada segundo que alguien te entrega de su valioso tiempo, de su amor. Cada vez que alguien se preocupa por ti, se acuerda de ti, te llama, te escribe, te pregunta cómo estás, te intenta animar, te abraza con la intención de reconstruirte. Y sobre todo, de las que quieren quedarse a pesar de todo. Esas siempre en mi equipo.

Y que en todos los lugares y personas en las que tú no sientas lo mismo de vuelta, nunca debes tratar de permanecer.
Que nunca es tarde para echar a volar, a correr o a desaparecer. Porque aunque nunca seas como ellas, a veces hay que parecerse.

Me queda un abril para reafirmarme en todo lo que ya sé y soy, y para llegar a ser lo que aún no. 

Bueno, un abril y toda la vida después.