Si entras
en internet y buscas algo de información sobre el Everest encuentras algunas
cosas que seguro que ya sabes. Que es la montaña más alta del mundo, se acerca
a los nueve mil metros; que está en el Himalaya y que llegar a la cima está muy
lejos de las posibilidades de la gran mayoría de los mortales. Seguro que
también sabías que a pesar de su dificultad (que roza lo imposible) es el sueño
de muchos. Alpinistas de todo el mundo lo intentan, porque lo que debe verse y
sentirse allí arriba es algo único e irrepetible. Incomparable. Así que todos
conocemos antes de entrar a internet la grandiosidad del Everest porque es lo
que siempre te cuentan, la belleza, la satisfacción de quienes lo logran, la
hazaña, el récord, el éxito.
Lo que
quizá no sabes y lo que seguramente más te impactará si indagas un poco más (es
lo que me pasó a mí) es que el camino hacia la cima está lleno de cadáveres.
Literalmente. No es ninguna metáfora. La montaña está llena de cuerpos de
personas que lo intentaron pero nunca llegaron. Y están allí porque no sólo es
un camino tan duro que muchos nunca llegan, sino que además, ni siquiera pueden
ser rescatados. Los dejan ahí, la nieve nunca los cubre del todo, (dicen que
quizá porque el color de sus ropas atrae más luz y hace que no cuaje) y todo el
que pasa por ahí de camino a la cima, tiene que verlos.
Los
utilizan como referencia. Son señales. Algunos tienen nombre y otros no se sabe
quiénes son. Sólo puntos en el camino.
Yo nunca
había entendido mucho a esas personas que eligen poner su vida en riesgo por
llegar a una cima. Que saben que (seguramente) pueden morir en el intento
porque hay lugares en los que la vida es prácticamente imposible. Porque no hay
oxígeno, porque no se puede soportar su temperatura. Hay sitios que son inhabitables
para nosotros y quizá eso es lo que los hace grandiosos. Nunca lo había
entendido, pero el poco razonamiento que podía llegar a encontrar (la sensación
de éxito, cumplir un sueño, sentirte invencible) terminó cuando descubrí que
todos esos cadáveres están ahí y que si quieres llegar a la cima tienes que
verlos, superarlos y dejarlos ahí. Que incluso aunque quedase alguien con un
hilo de vida, tendrías que seguir y dejarlo morir ahí porque salvar su vida y
la tuya propia sería imposible.
No entiendo
cómo ninguna cima, por alta y hermosa que sea, puede mover a alguien más que su
propia vida. Cómo alguien no encuentra la suficiente belleza en los lugares
perfectamente habitables y tiene que ir a buscarla a otros en los que sabe que
probablemente no sobrevivirá. Porque sólo así se siente pleno. Llegando donde
otros no llegan, viendo lo que casi nadie nunca podrá ver, respirando donde
casi nadie podría respirar. No lo entiendo, o sí. Porque el Everest, a fin de
cuentas, es la montaña más alta del mundo así que quizá merezca la pena. Para
algunos. Y no sé si es valiente, o más bien cobarde. Si es alcanzar una cima
casi inalcanzable, o en realidad es dejarse morir queriendo ser un héroe.
Luego me he
puesto a pensar (y ahora sí, esto ya es una metáfora) si en realidad no nos
pasamos la vida intentando escalar un montón de “Everest” personales, tan
inalcanzables y tan potencialmente mortales como la propia montaña. Si no nos
pasamos la vida empeñándonos en llegar a la cima del corazón de personas que
son auténticos “ochomiles”. Porque sí, hay personas (o relaciones, o trabajos,
o vidas) que son montañas inhabitables, inaccesibles. Que te dejan sin oxígeno,
que te matan de frío.
Que además,
también son un camino lleno de cadáveres que tienes que ver y recordar cada vez
que intentas subir. Y lo peor no son los cuerpos de otros que lo intentaron
antes que tú; lo peor es que incluso algunos son de ti misma. A veces pasas por
el mismo lugar en el que una vez moriste, y te vuelves a ver. Ves dónde te
dejaste un cadáver con forma de tu canción preferida, dónde dejaste un cadáver
con forma de toda tu ilusión, de tu fe, de tu pasión. Te ves muerta una y otra
vez, en cada roca. Y aún así, vuelves a intentarlo. Sigues queriendo llegar a
la cima, sigues teniendo ese sueño, y sigues dándole vida aunque te la está
quitando una y otra vez. Porque claro, el Everest verdadero mata una vez y se
queda con tu cuerpo para siempre, los “Everest” humanizados no. Y la verdad, no
sé qué es peor.
Así que
creo que no tengo derecho a juzgar a nadie que elija poner su vida en juego si
tiene un sueño que vale más que todo lo que deja atrás, si yo, de alguna manera
hago lo mismo cada día por algo que ni siquiera es la montaña más alta del
mundo. Si yo dejo mi alma, mi energía, mi oxígeno y mi salud en alcanzar una
cima que no es ni real. En un sueño que a veces es pesadilla. Y que sé que ni
siquiera me va a devolver nunca esas vistas únicas en el mundo. Porque nadie es
el Everest, nadie es tan alto y grandioso que merezca tanta pérdida, tanta lucha,
tanto sufrimiento.
Y si siento
que estoy dejándome la vida en alguien, que me estoy quedando sin oxígeno,
pienso en el Everest. Pienso en volver a ver todos mis cadáveres, en los
cuerpos que están ahí de referencia, para recordarme dónde me dejé el alma, la
ilusión, los sueños, las ganas, la risa, las canciones que me gustaban pero ya
no porque me recuerdan a ella, los sitios que compartimos y que ya no quiero
visitar… y todas las cosas que he perdido de camino a una cima que nunca voy a
alcanzar. Porque hay personas que no tienen cima, no tienen un corazón tan
grande y bello como ninguna montaña. Hay personas que son “ochomiles” pero sin
recompensa.
Y si yo no
escalaría una montaña que creo que va a matarme ni por la mayor de las
recompensas, si elijo quedarme en la belleza de los lugares habitables… no
debería tampoco dejarme la vida en Everest humanizados.
Es absurdo
dejarse la piel en una cima que no quiere que la alcances, que nunca te lo va a
hacer accesible, que no quiere que la abraces. Es más que suficiente la belleza
que hay en las que sí, en las que reducen su pendiente todo lo que pueden, las
que se agachan para no ser tan altas que te dejen sin oxígeno, que se regulan
la temperatura para que no tengas calor ni frío. Que quieren escalarte también,
que valoran las vistas que hay dentro de ti y van a intentarlo.
Es absurdo
morir por alcanzar una cima (aparentemente) pero de alguna manera todos lo
hemos hecho alguna vez. Y es entonces cuando me doy cuenta de que a todos, a
cada uno de esos alpinistas que no llegaron, a los que sí, a mí y a cualquiera
que haya dejado un poco (o mucho) de vida en algo, nos ha movido lo mismo: el
amor. En todos o en alguno de sus sentidos.
Y sigue
pareciéndome que no merece la pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario