Hace tiempo que me pregunto cómo es posible extrañar
lo que nunca ha existido. Echar de menos lo que no has tenido, lo que no has
vivido. Porque de lo otro ya sabía mucho, del dolor de lo que fue pero ya no. De
lo que tuve pero terminó. Y creía que ese sería incomparable.
Qué (maldita) sorpresa descubrir que sí, que se
puede comparar, que se parece, que incluso a veces es más difícil de combatir.
Porque antes había muchos lugares que dolían porque
respiraban su esencia. Calles que no quieres pasear porque un día lo hiciste de
su mano. Y duele. Pero esa calle se puede evitar y vetar. Se rodea, se camina
por otro sitio, se da una vuelta más larga y no la sientes, no la revives y no
te duele.
Pero no se pueden evitar todas las calles por las
que imaginas pasear con alguien. No se pueden vetar calles porque son todas. Porque
cada lugar que visitas, que ves, que respiras y que sientes está vacío de
alguien que nunca ha estado, pero está impregnado del deseo de que estuviera. Y
contra eso es imposible pelear.
Las canciones que escuchabas con alguien, las que
cantasteis a viva voz en el coche, las que bailasteis en el salón… esas se
pueden silenciar. Se ponen en pausa hasta que dejen de doler. Pero todas las
que nunca has escuchado son infinitas, suenan en cualquier lugar, en cualquier
momento; y no puedes silenciarlas. Las que te habría gustado gritar en el coche
con esa persona al lado pero jamás han sonado.
Al final, todo lo que has vivido se te queda en la
piel, en la sangre, en la memoria, en el corazón. Las canciones, los lugares,
las costumbres. Las entradas de los conciertos que compartisteis, del cine, de
los restaurantes. Las fotos, los viajes. El día a día. Todo eso a veces duele,
va contigo, es parte de ti, de lo que eres. Pero se puede meter en una caja, se
puede recopilar, guardar y, mientras duele, se puede esconder.
Pero todo lo que no has vivido se te queda en el
alma, en la sangre también, en cada fibra. Las canciones que no escuchasteis,
los lugares que no visitasteis, las costumbres que no llegasteis a tener. Los conciertos
que no compartisteis, las fotos que no os hicisteis. Los viajes que no
llegaron. Todo eso también duele y, además, no puedes meterlo en una caja. No puedes
tocarlo, sentirlo. No puedes quemarlo, guardarlo. No puedes ponerlo en pausa. No
puedes esconderlo. No puedes porque no existe, pero está en ti.
Y yo pensaba que nada podría escocer más que lo que
recuerdo. No sabía cuánto podía llegar a escocer todo lo que imagino.
Porque con los recuerdos, con todo lo que viví y se
acabó, puedo escribir un libro. Con todo lo que no he vivido podría estar
escribiendo toda la vida.
Lo que pasó, sé por qué pasó. Lo que no ha llegado a
pasar, nunca sabré por qué.
De lo que compartí, sé lo mejor y lo peor; la luz y
la oscuridad. De lo que nunca he compartido no puedo elegir.
Así que creo que duele igual aunque pareciera
mentira. Pero que luchar contra lo que no existe es (si cabe) más difícil. Es pelear
a ciegas, sin armas. Es estar en desventaja. Es ir contra tu deseo más profundo,
contra lo que te habría gustado vivir. Y de eso una no se deshace fácilmente. Porque
es, de alguna forma, deshacerse de sí misma.
Y supongo que, puestos a elegir, elegiría siempre
luchar contra mis recuerdos que contra mi imaginación. Elegiría siempre vivirlo
que no saber nunca cómo habría sido. Prefiero dejar mi alma en algo que ES (o
fue) que en algo que PODRÍA HABER SIDO.
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