Me he hecho
a tomar café y no sé si es porque tuve que subir el ritmo, o si el ritmo ha
subido porque me he hecho a tomar café. Cuando te despiertas y no es donde
siempre, abres más los ojos. Que a lo mejor antes no te estabas despertando y
sólo estabas abriendo los ojos.
En uno de
estos despertares entendí que a lo mejor nunca se deja de querer, o eso aún no
lo sé, pero sí se deja de otras muchas cosas. Sí se deja de adorar, de
respetar, de admirar y de sonreír. Y ya no sé si se sigue queriendo por
inercia, por química o por (auto)imposición; pero seguramente no tenga sentido.
En otros he
ido aprendiendo que casi nunca, nada, está repartido como las personas merecen.
Y aunque debiera ser el principio más básico, no lo es.
La vida
está llena de cualquieras que quieren a ratos, que se entregan a medias, que
duelen y que abandonan. Y probablemente acabarán más llegando más alto que los
que lo dan todo, los que se quedan siempre y nunca te dejan.
Octubre, el
ritmo, el café, la ciudad, las prisas y la realidad me han recordado que para
el amor uno tiene que ser valiente. No solo para ser un buen amante, atrevido,
incondicional, leal y apasionado; sino para ser (y qué importante es ser) un
buen amado, digno de tanto como el amante es capaz de entregarle.
Y es tan
difícil que al final siempre hay un día que duele. Le duele al valiente porque
se arriesga, porque se expone, porque se da, en todo su ser.
Pero llegará
noviembre, y me aventuro a firmar que volveremos a hacerlo.
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