La muerte, que nunca se espera. Aunque que la estés viendo, no la ves.
Eso me ha pasado.
Quizá mi mente, mi cuerpo, mi alma, no podían considerar la posibilidad de enfrentar un mundo sin ti. No quería creer que algún día tendría que hacerlo y no lo creí. Puede que aún no lo crea siquiera. Pero lo sé. Lo sé porque me duele el corazón. Lo siento en las entrañas. Siento un hueco que ya nada ni nadie podrá llenar. Un hueco en mi ser, en mi vida, en el mundo. Un hueco infinito como tu luz, tu bondad, tu generosidad y tu fuerza. Tu fuerza incansable cada minuto de tu lucha. Lucha feroz, valiente.
Una guerra perdida de antemano, un final que está decidido pelees como pelees. Como una guerrera, como una campeona. Da igual.
Pelear contra un gigante al que no tienes posibilidad de ganar con tus únicas armas no es justo, y no debería pasarle a las personas buenas. A las malas puede que tampoco, no lo sé. Pero a ti no. Seguro que no.
Esto nunca debió pasar. Nunca debió pasarte. Nunca debió pasarnos.
Pero la vida y la muerte son injustas, aleatorias, arbitrarias. Despiadadas. Pero poderosas. Y deciden por ti, y por mí, y por todos.
La peor decisión de la vida, del universo.
Pero supongo que esa misma vida y ese mismo universo decidieron ponernos en el mismo camino. Y aunque ahora estoy muy enfadada, también estoy feliz y agradecida porque estuvieras (estés) en mi vida. Por haber disfrutado de tu compañía, de tu amistad, de tu cariño infinito, de tu apoyo incondicional. De tus palabras bonitas siempre, de que me vieras de esa forma tan especial. De tu generosidad inmensa.
No estaba preparada para prescindir de ti, pero sé que nunca habría sido suficiente. Me muero por escribirte un “te quiero” y recibir una respuesta inmediata; “lo sé”, “yo también te quiero”.
Me verás haciendo todas las cosas que teníamos pendientes. Aunque no estés aquí. Estás conmigo.
Hasta siempre y para siempre, teacher.